viernes, 11 de febrero de 2011

El nuevo Julio Verne

Era su primer viaje al extranjero y la primera temporada libre que había tenido en muchos años. Desde que viajó a visitar la costa con su hija y los nietos aun pequeños, no había abandonado la ciudad, y a duras penas había salido de la zona de los suburbios, a hacer vueltas en el centro o visitar un amigo hospitalizado.

Hubiera querido viajar a muchas más ciudades, pero el presupuesto y las preocupaciones de su hija sobre lo avanzado de su edad y sobre el tiempo que estaría lejos, limitaron su travesía a los destinos meritorios de conocer antes de partir a la tumba.

Las ciudades incluidas fueron seleccionadas en virtud de su importancia histórica y de su relación directa con la literatura quijotesca que leía desde pequeño. En ellas nacían y morían los héroes y los mártires. En ellas se descubrían secretos místicos sobre el mundo y sus dioses y también tesoros invaluables. En ellas se encendía la llama de la violencia y nacían leyendas de guerreros y tácticas de batallas gloriosas.

Egipto guardaba para él imágenes de traiciones faraónicas, sensuales mujeres de ojos oscuros, venenos y sacrificios a la orilla del Nilo. Llevaba sus libros sobre momias malditas y escarabajos de oro bajo el brazo mientras recorrían el desierto en el grupo de turistas. En las pirámides de Guiza y el museo del Barco Solar tomó fotografías de cada detalle, ignorando que estaban todas fuera de foco o subexpuestas.

Cuando volvió esa noche al hotel, exhausto y cubierto de arena, se sintió envuelto en la misteriosa energía de los egipcios. Mientras se desvestía notó que hacía falta su reloj de bolsillo. Pudo caerse en el transporte al hotel pero era más probable, y mucho más emocionante, pensar que lo había abandonado en el museo, o quizás en el acceso a las pirámides.

Su mente anciana, viciada por tantos libros de aventuras, creyó posible que su accidental abandono de un simple reloj de bolsillo podría ser tan desastroso y monumental como los animales exóticos que ingresan a ecosistemas nuevos y los desmoronan por completo.

Su imaginación corrió bajo la influencia de la obra de Verne, y comenzó a pensar que si nadie encontraba aquel reloj en el museo, que si se escurría entre la arena y las grietas en el suelo, podría permanecer por cientos de años, sepultado bajo los pies de los turistas y fundirse entre la historia del país mágico de Egipto.

Tal vez incluso superara el tiempo de vida de la sociedad vigente. Como los mayas y los atlantes habían dejado este mundo sin rastro, podría suceder lo mismo con la civilización actual, podría desvanecerse el mundo que conocemos, por la guerra, por alguna enfermedad, por el juicio apocalíptico. Y como lo hubiera pensado el mismo Verne, vendrían otros hombres, más blandos de mente, como son siempre los primeros hombres, pero con la misma sed de conocer, de descubrir las huellas de su origen y la misma imaginación mágica que ahora excitaba la mente de un anciano cansado con arena entre las arrugas.

Tal vez esos hombres nuevos encontrarían temerosos las pirámides abandonadas y bajo las piedras y la arena, su reloj de bolsillo desgastado y opaco. Y ¿qué pasaría si pensaran que las mismas manos que labraron esas tumbas de geometría perfecta, los sarcófagos engastados con joyas y los muros cubiertos de imágenes indescifrables, habían diseñado el mecanismo diminuto, las manecillas pulidas y los arabescos grabados en la tapa de oro de aquel reloj?

Sería sin duda una equivocación catastrófica. Sufrirían esos hombres nuevos bajo la falsa idea de que una civilización capaz de construcciones astronómicas y matemáticas, una civilización con un complejo sistema deífico y una detallada estructura de ritos fúnebres, una civilización que además cuenta con la mano de obra capaz de crear un objeto mecánico y eléctrico tan increíble como un reloj de bolsillo, pudiera extinguirse y dejarlos a merced de su propia nueva inteligencia. Esos nuevos hombres sentirían un profundo desasosiego por la pérdida de los egipcios y más aun, al encontrar un artefacto sin par en medio de reliquias ceremoniales en un museo del desierto. Los nuevos hombres tendrían sin duda sus propios arqueólogos, que con un proceso rudimentario, encontrarían un método científico para descifrar la importancia de los elementos hallados en esas ruinas. Sin duda aquel reloj brillaría por su diferencia entre todos los elementos ceremoniales, preservados en el museo, entre las coronas faraónicas y los brazaletes serpentinos. Probablemente, los nuevos arqueólogos lo catalogarían como un importante tesoro, como un objeto ceremonial sin par. Para los arqueólogos, viejos o nuevos, cualquier vasija, cualquier copa o joya encontrada es un “objeto ceremonial”, pensó con antipatía el anciano. Y más si es un objeto completamente opuesto en estética y mecanismo a los demás encontrados. Ese reloj, sería por siempre, o mientras durara el ciclo vital de aquellos nuevos hombres, la pieza misteriosa que no sabrían entender.

Textos se escribirían, científicos y literarios, especulando sobre las funciones de aquel artefacto en los templos egipcios. Inventarían con el tiempo, sus propios mecanismos y los compararían en técnica con aquel objeto incomprensible. Llevarían sus propios sistemas de medir el tiempo y entonces ese reloj, sería más misterioso aun. La nueva ciencia ficción, imaginaría un viajero del tiempo o de otro planeta, entregando aquel objeto misterioso a los egipcios, para cambiar el curso de su historia, como un objeto de navegación interdimensional o una brújula galáctica. Probablemente el nuevo Julio Verne, y en este momento pensaba el anciano, en la suerte que tendrían los nuevos hombres, de tener su propio Julio Verne, especularía con asombrosa certeza sobre el reloj, alegando que aquel podría ser simplemente un objeto portado por un extranjero de otra civilización diferente a la creadora de la esfinge y las pirámides. Aquel podría ser en efecto, un exótico medidor del tiempo, venido de una tierra aun no descubierta por los nuevos hombres, y más que especular sobre el objeto mismo, Verne podría escribir sobre la procedencia del portador.

En un hotel en el Cairo, un anciano se dormía, en medio del feliz pensamiento de que algún nuevo Julio Verne lo imaginaría a él, recorriendo esas tierras, como un intrépido aventurero, o un diplomático visitando al faraón, como la pieza sin resolver de la nueva historia del mundo…

A esa misma hora, un hombre de mantenimiento del Museo del Barco Solar, se guardaba en el uniforme un reloj de bolsillo e imaginaba cuanto podría cobrar por el sí lo vendiera en la calle.

3 comentarios:

  1. Este cuento es maravilloso.
    Los más grandes descubrimientos de los que nunca hemos sabido han sido hechos por gente que nunca se ha levantado de su sillón. Y no hay mayor grandeza que la alcanzada en los reinos de nuestra fantasía.

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  2. Este cuento, una delicia.
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    No conocía tu blog (que palabra más n-u-e-v-a-g-u-a-r-d-i-a).

    Un saludo.

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  3. ¡Hey! ¡está genial! Es muy válido pensar en qué tan verídicas y acertadas son las imágenes que nos hemos hecho de una civilización antigua, a partir de meros vestigios. Estos han sido interpretados y conectados al antojo de los que los descubren :O

    Me dio mucha tristeza al final , jaja, dañándole la ilusión al viejito.

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