viernes, 18 de marzo de 2011

Tumor


Parece como si existiera en el cerebro una región totalmente específica que podría denominarse "memoria poética" y que registrara aquello que nos ha conmovido, encantado, que ha hecho hermosa nuestra vida.* A Franz esta memoria poética le ha ocupado un mayor espacio del debido en el cerebro. Podría ser como un tumor que presiona los demás compartimentos cerebrales, necesarios para el correcto funcionamiento en sociedad. Aquel tumor poético incapacita a Franz para retener datos de importancia vital como el número de su tarjeta de identificación o el nombre de la señora que limpia su casa los lunes.

Franz realiza con dificultad los inventarios de la ferretería porque en su mente se proyectan una mujer y su hija, vistas a través de la ventana de su habitación, sentadas bajo el pálido sol temprano, la madre peinando a la rubia niña en su piyama, antes de alistarse para la escuela. Franz escribe la cantidad de cajitas de tornillos, de clavos, en su libreta de inventario, pero de vez en cuando entre los números se adivina el contorno de un rostro infantil o del peine enredado entre cabellos. 450 pernos, 16 cajas de tuercas, 3 cintas, 2 broches, 100 veces el peine y 1 trenza.

Franz tiene gran dificultad concentrándose en el trabajo. Un ebanista entra a preguntar por papeles de lija y Franz está embelesado recorriendo mentalmente la piel de una amante desnuda y sus bucles caídos sobre una almohada. El ebanista se irrita y el jefe se enfada, pero Franz no se preocupa porque quienes poseen un tumor poético alojado en el cerebro, son incapaces de preocuparse por ese tipo de cosas y se desvían en cambio a pensamientos de gatitos bebés que abren los ojos por vez primera.

Franz resulta ser para los miembros productivos de la comunidad, una máquina rota, una pieza suelta que no llegará nunca a funcionar. Pero Franz es querido por muchos, por los niños de la calle que roban fácilmente sus bolsillos mientras Franz dibuja quimeras en las nubes y también es de cierta manera querido por el barista del café, que siempre le lleva las cuentas a Franz y nunca se aprovecha de los paseos largos que se da su memoria.

Franz siempre sale del trabajo hacia el café Bon Chance a unas cuatro cuadras de la ferretería. Aunque de vez en cuando se desvía sin quererlo y termina detenido en un puente cercano, viendo a las parejas caminar abrazadas o llevado por los aromas, se queda horas frente a la ventana de alguna repostería, maravillado con el brillo dorado del pan que sale del horno.

En el café siempre lo sientan en una esquina de la barra, los meseros creen que tiene una enfermedad mental, así el barista siempre lo excuse como síntoma de la juventud. Le traen su café, a veces algo de comida y Franz sin notarlo siquiera, come, paga y se va.

Otros días permanece horas y habla con el barista o con el espejo o con la masa de personas que circulan en los cafés. Franz es de esas personas que nunca conversan con los demás, siempre se encuentran en un monólogo, hablando más consigo mismos y es uno quien interrumpe ocasionalmente con una pregunta que no tendrá respuesta. Tal vez al decir “Hola Franz, ¿qué tal este frío?” Franz solo capta alguna palabra inspiradora y comienza a hablar sobre luces del norte y sobre los ángeles de los niños en la primera nevada.

Si le hablas del trabajo, Franz se internará en una conversación con el mismo, sobre la maravilla de los piñones, de las tuercas, que hacen mover los juguetes cuando se les ha dado cuerda.

La chica de las gafas está sentada al lado de Franz tratando de no bostezar. Sus amigos hablan de las metas del comunismo y de cómo se debe incorporar un sentido de responsabilidad personal en las filas de los obreros. En el tedio de las discusiones políticas infructuosas, nota que Franz le habla al barista que limpia los vasos o a su propio reflejo en el espejo, sobre las hebras de los suéteres tejidos, de cómo podría perderse la vista siguiendo la ruta de cada hilo, que sube y envuelve y se pierde, entre sus hilos hermanos. Y luego, habla Franz, están las mismas tejedoras, capaces de producir de una fibra enrollada en un cono, una prenda que abriga no solo al cuerpo, sino al espíritu, cuando se porta por una instrucción maternal. A la chica de las gafas le parece mucho más interesante develar la secreta calidez de un suéter, que pensar en las metas de los nuevos comunistas y sin dejar de aparentar interés por sus amigos, escucha atentamente todo lo que dice Franz, quien ahora habla sobre los artistas que pasan hambre en la calle, pintando turistas y fachadas de edificios bañados en la luz de la hora mágica.

La chica de las gafas comenzará a asistir periódicamente a escuchar a Franz hacer filosofía de la espuma del chocolate caliente o de las palomas bullosas de las plazas.

El barista llega a su casa en la madrugada. A veces su mujer se despierta y le calienta algo de comida. Cuando eso sucede, le dice el barista que ha notado que son más cálidos los suéteres tejidos por las madres o que el pan recién horneado es el aroma más feliz del mundo. Y su mujer piensa que es un insensato, que está algo ebrio, pero que es muy dulce en el fondo. Y cuando se acuestan, ella y el se duermen pensando en el aroma del pan y en el amor enhebrado en los tejidos.

La chica de las gafas sale a comprar manzanas y si ve niños mendigando, compra más y les regala. El tendero le dice que son unos criminales. Tal vez, dice la chica de las gafas, pero cuando se comparten, las manzanas son más jugosas.

Y esa noche el tendero, el barista, su mujer, y la chica de las gafas pensarán en manzanas compartidas o la luz en los vitrales de las iglesias o en el chocolate caliente o en las lágrimas de los niños. Y un pequeño tumor poético comenzará a alojarse también en sus cerebros.

*Tomado de “La Insoportable Levedad del Ser” de Milan Kundera. Experimento de escritura, donde el fragmento robado de un texto ajeno es el primer paso hacia una nueva historia.