jueves, 26 de agosto de 2010

Réquiem de Gato


Vivíamos los tres en una casa demasiado grande, las ventanas subían hasta las vigas del techo y el jardín que daba a la calle florecía descuidado con ramilletes azules, que creo que se llaman hortensias. El segundo piso era un estudio amplio donde mi madre enseñaba música. Eventualmente la artritis acabó con ella y el silencio terminó por empolvarle la cabeza y el piano. Cuando murió, fue Norah la más afectada, mi madre era la única razón para volver a casa. De los tres, fue Norah la última en llevar el duelo. Como si la más desgraciada por aquel suceso fuera ella, repudió completamente la vida de la calle y la tentación de los pájaros en el jardín. Se refugió solitaria en el estudio, me acompañaba al desayuno y luego sin decir nada desaparecía otra vez escalas arriba para olvidar el mundo que se dibujaba afuera del segundo piso.

Yo me convertí en un estorbo en su camino y Norah comenzó a esconderse tras los muebles y a fingir que rompía telarañas para no tener que mirarme. Me tenía lástima. Solo por eso me permitía subir al estudio.

Mientras tanto, ella y el piano se entretenían envueltos en la luz de las ventanas gigantescas.

No sé cuál es la relación normal entre pianos y gatos, yo pensé que serían completos adversarios. El gato pasando las uñas por la oscura madera de las patas, llenando el bastidor de pelos, atacando las teclas. El piano gritando asustado, ladrando indefenso al gato. Esta imaginación mía era un error evidente.

Norah en la banca, sus paticas bajaban con gracia sobre las teclas, maullaba cuando le complacía el sonido. Se hizo evidente que gatos y humanos no tenemos la misma formación musical, yo escuchaba notas al azar, bellas solo por la imagen de una gatita en la luz de la ventana, frente al piano (como mi madre). Norah acariciaba su piano indiferente a mi criterio y después de las pequeñas serenatas diurnas, hacía la siesta sobre él.

En esos momentos de sueño, el piano parecía más el lomo de un perro gigante y negro, y daba la impresión de que el verdadero objeto inanimado era yo. Víctima del rechazo de un piano y un gato, totalmente ajenos a mi existencia.

Igual pensé mucho que podría pasar de sentarme al piano y tocar las primeras notas de “Para Elisa” (lo único que recordé de los años perdidos de enseñanza maternal). Fantaseaba en secreto sobre la admiración que sentirían ambos por mí, sobre la amistad que brotaría entre Norah, el piano y yo. Ella acostada en mi regazo escuchándome tocar y el piano, feliz de tener mi atención otra vez, feliz de entregarse a un músico que no llene de pelos el espacio entre las teclas.

Igual descarté mis ilusiones, sabiendo que a Norah no le gustarían las primeras notas de “Para Elisa”, porque Beethoven no es música de gatos y consciente de que tal vez el piano disfrutaba más las cosquillas de una patita felina, el calorcito de gato dormido entre las cuerdas.

El máximo síntoma de soledad incurable es la compañía de un gato. Nada menos humano que solo contar en la vida con un gato como confidente. He escuchado hablar de personas que mueren en sus hogares y solo el amigo felino se percata de la rareza del amo, de su falta de vitalidad y del desayuno que no se ha servido en días. Creo que la soledad que describo está en un nivel aceptable, es de hecho el nivel al que he aspirado desde la muerte de mi madre. Mi soledad supera el nivel temido por la mayoría de personas. El día que yo muera, que no resista mas ser el mueble sin vida de mi casa, ni siquiera un gato notará mi ausencia. Al tirarme por la ventana del segundo piso y encajar mi cuerpo con las rejas del jardín, no habrá sonido dramático, de cuerdas rotas y teclas en agonía que alerte a Norah de la tragedia, y entonces no habrá réquiem en melodía de gato. Solo soy un hombre, ojalá fuera piano.