domingo, 29 de mayo de 2011

Bella Muerte: De las piñatas o los ritos de violencia en la celebración humana

La mayoría de los miembros de mi generación, hijos de los ochentas y los noventas madrugados, reconocen en la piñata uno de los momentos clímax de la celebración infantil. Posiblemente las sorpresitas al final de la fiesta o la torta con helado lograban compararse fugazmente con la adrenalina del rito de la piñata, pero su profundidad en términos de análisis sociológico se distancia en abismos del belicoso instante del golpe y la lluvia de supremacía.

Si bien la cultura de superficies impuesta por los americanos ha sembrado en muchos la falsa idea de que la piñata nació en México, es digno de mencionar que sus creadores fueron los gobernantes míticos de las primeras dinastías chinas. El origen del rito tiene importancia, debido a que su motivación inicial era festejar el triunfo sobre poblaciones enemigas al derribar con espadas o garrotes una figura de barro, rellena de tesoros (similares ritos se cuentan en Grecia, cuando becerros eran asesinados y las vísceras y sangre bañaban las celebraciones en los templos deíficos). La figura representaba generalmente un animal mágico o símbolo espiritual del pueblo vencido y en su interior, pequeñas réplicas del ejército en batalla, de sus mujeres y niños, esperaban la inevitable golpiza, indefensos por su tamaño y su formación en barro y madera.

Es importante reconocer el fatal sino de la piñata desde su nacimiento. Sabe que se le crea en barro, que es cocida y pintada, que toma su identidad a medida que se moldea con mirada de serpiente o garras de tigre o gracia de garza, se reconoce, no sólo como piñata, sino como bella pieza de arte, que es pintada y adornada con papeles de colores y que guarda por dentro otras piezas de tamaño inferior pero belleza par. Los pequeños nativos del estómago de la piñata son concientes también, como lo son en nuestros organismos, las células de los huesos y la sangre que nos habita. Saben todos ellos, que inevitablemente, su belleza solo cobra sentido en la muerte, que la raza humana no es capaz de separarse de esta dualidad entre crear y destruir. Es tal vez por este destino de escape imposible que las piñatas recuerdan felices en su historia compartida, a la mal contada Ilíada homérica, donde una piñata gigante es capaz de destruir un pueblo entero antes de ser molida a palos. La historia humana guarda a Ulises como un héroe de astucias y nadie da crédito a ese caballo gigante, labrado para morir, que ejerció un poder solo soñado por piñatas de futuros más corrientes.

Hoy en día, las piñatas agradecen que los hombres se hayan vuelto sedentarios. La mentalidad Light de occidente contribuyó a la generalización de una buena muerte para las piñatas. Antes, la agonía podría prolongarse por largos minutos, mientras entre pequeños verdugos se rotaban un garrote para derribarla indefensa. Una piñata por lo menos, respetaba los asesinos más limpios, que de un solo golpe arrebataban la conciencia y estallaban las vísceras hermosas ahorrando más dolor a su víctima ritual. Pero hay infantes que golpean débilmente y las piñatas gritan en frecuencias inaudibles por sus tendones colgantes, por los desgarros y el barro fracturado.

Nuevas legislaciones permitieron la adición desde el nacimiento, de cordeles especiales para evitar estas agonías tan penosas para todos. Algunas incluso cuentan con la suerte, de recibir esta muerte tranquila, de descoserse por la panza, sin que se considere nunca la opción de la violencia. Pero estos casos son pocos, ya que la violencia es inherente a los hombres y desde niños se educan, no para odiar la piñata, pero para desearla con agresión instintiva. Tratados se han escrito en referencia a la motivación humana (véase el texto “Eros y Thanatos: las sorpresas psicológicas dentro de la piñata”). Sin embargo, nadie ha estudiado la psique de las víctimas. Nadie piensa en la profundidad de la piñata, ni la acarician, ni agradecen su existencia.

Este ritual, herencia de guerra, jamás desaparecerá por completo de nuestra cultura asesina, ni Amnistía Internacional, ni la Organización para el Trato Justo a las Piñatas, lograrán desestimar su valor en nuestras celebraciones infantiles. Pero tal vez el futuro cree de barro nuevos hombres, que miren una piñata a los ojos y con la conciencia de la historia y del destino conexo, puedan decirle: “perdón”.

lunes, 16 de mayo de 2011

Testamento

Mientras me lavaba los dientes, para terminar de vestirme e irme al trabajo, observé como en tu propio ritual matutino, te afeitabas la barba parchada. Te cortaste bajo el mentón y como si no te importara, porque pasa muy a menudo, seguiste con el resto del cuello, la mejilla, el espacio bajo la nariz y sobre la boca. Esa pequeña heridita, comenzó a llenarse de sangre y mientras tú la ignorabas, pensé que pasaría si esa herida lograra matarte. Si ese chorrito de sangre ignorado, siguiera corriendo en el día, desangrándote de a pocos, si tal vez se abriera más, al mover tu cuello para ver a ambos lados antes de cruzar la calle. Si fuera tan grande, que por ahí se escaparan algunos órganos y huesos, sin que lo notaras. Si todo esto pasara y te desangraras en el parqueadero o en el lobby de la oficina y nadie se acercara y te dijera “disculpe señor, se le asoma una arteria por esa herida del cuello” o te pidiera la señora de los tintos que por favor recogieras toda esa sangre del piso, que acaban de pasar la trapeadora, si pasara esto y fuera tu muerte, que sería de mi?

Si solo al último instante notaras que mueres, alcanzaras a llamarme y yo lograra tomar los dos buses que me llevan a tu oficina, porque tu los miércoles te llevas el carro y a mí me gusta más caminar que manejar, si corriera para llegar hasta ti en tu oficina del cuarto piso, que te diría? Te miraría y te daría un último beso, antes de que se te salga la boca y la lengua también por la herida en el cuello y te diría que me firmaras un testamento que redactaría brevemente en las hojas manchadas de sangre que llevas en el portafolio y escribiría que me cedes a mi total custodia de nuestro perro y del carro y del apartamento y de los cuadros aquellos con grabados de ballenas y de la chaqueta de cuero que a tu hermano le encanta pero que quiero para mi.
También pediría que me cedieras derechos de autor sobre tus sueños, para contarlos como míos en fiestas con amigos, para realizarlos y visitar algún día la torre Eiffel y besar a alguien, para renunciar un día a mi trabajo y dedicarme a reparar motos viejas y para decir que soñé con un pájaro que volaba alto y me hablaba de acciones en la bolsa y luego yo lo invitaba a un café y hacíamos el amor. Incluiría en ese testamento improvisado un párrafo dando gracias a tus padres y a los amigos cercanos y a tu jefe por ser tan decente de no despedirte al desangrarte tu en el lobby de la oficina y perder varias horas de trabajo. Después anotaría los detalles de tu funeral, que debería sonar David Bowie y no alguna canción de música clásica aburridora, diría ese documento que después de que termine este largo proceso de desangrarte por una heridita en el cuello, tengo yo derecho a conservar tu corazón.

Ya se, te parecería extraño y objetarías y yo diría: Si me das tu corazón le haré un altarcito en nuestro apartamento y le pondré flores y papelitos con pedazos de canciones y escribiría los links de los videos en internet para que los encuentres donde estás, si es que tienes internet y limpiaría tu corazón a diario, para evitar que se empolvara como lo hacen las vírgenes en los altares de las calles de barrio y mantendría florecitas, pero artificiales porque me da mucha pereza comprar flores frescas a diario y no dejaría que el perro mordiera tu corazón, ni siquiera dejaría que lo oliera, con esa fascinación que tienen los perros por todo lo que huele feo. Y tendría ese corazón ahí para mostrárselo a las visitas cuando vengan y como una vieja loca, lo incluiría en conversaciones con terceros “cierto que esa película de los elefantes nos gustó, cierto corazón?” y en las noches me sentaría junto a tu corazón y le diría como estuvo mi día, me sentaría contra el muro junto al altarcito a comer algo en la noche y contarle lo que pensé y lo que vi gracioso en televisión y los zapatos que quiero comprarme. Y seguiríamos así mientras tu corazón lentamente se pudre y deshace y yo me iría deshaciendo también, porque tu corazón jamás podría responderme, no podría ni latir en aprobación o para mostrar que ríe de mis observaciones astutas. Y yo cuidaría ese corazón, hasta que se volviera pequeño y negro, aunque cuando te dijera que quiero que firmes un testamento cediéndome tu corazón, tú te rieras y te pareciera estúpido pero igual firmaras. Y ese testamento diría que nadie puede quitarme ese corazón y que soy la única dueña y que solo yo podré cuidarlo.

Haría todo eso, si por esa cortadita te desangraras y murieras. Pero aún hay tiempo, te veo mientras te afeitas y antes de que termines, busco un papelito y con babas lo aplico con precisión de cirujano sobre la cortada roja en tu cuello y veo como se frenan la sangre y mis pesadillas de altares de corazones y testamentos de sueños. Y te abrazo y te digo que tu corazón está a salvo conmigo.