domingo, 26 de febrero de 2012

Las Ciudades y los Sueños*


La ciudad de Asalia tiene un clima como ningún otro. Sus bronceados habitantes visten con prendas frescas y holgadas donde se leen mensajes en lenguas extranjeras, a menudo mal escritos o carentes de sentido. Suelen combinar de una forma inusual los colores, naranja y verde, amarillo y púrpura, rojo y ocre. Nunca se los verá vestidos de azul. En Asalia viven del comercio, baratijas, joyas y pequeños juguetes mecánicos. Caminando por las grandes plazas centrales se encuentran todo tipo de aparatos y mecanismos brillantes, la mayoría inútiles, solo del interés del viajero. Los habitantes de Asalia nunca tienen estos juguetitos en sus casas, aparte de ataviarse con prendas extrañas, llevan una vida modesta.

La ciudad toda parece una joya brillante. Las torres suben casi hasta tocar el sol en el centro de Asalia, hoteles, comercios y restaurantes creciendo en torno a una gran plaza, siempre movida y ruidosa. Cada edificio está formado por paneles de un metal plateado que ondulan y conectan todas las construcciones en una sola muralla, brillante como un espejo. Solo hay un obelisco sobre un gran reloj en una de las torres, las demás terminan como curvas, como olas o sin un límite claro, porque el firmamento parece derretirse sobre las grandes construcciones de Asalia. El azul claro y las nubes se reflejan en las murallas de espejo, descendiendo el cielo entero hasta la base de la gran plaza, como una ilusión donde a veces entre cirros de plumas rizadas o esponjosos cúmulos se abre una puerta, se asoma alguien por una ventana, se cuelgan como en el aire, collares, cajas musicales, esferas con luces para antojar a los turistas.

El engaño es duro para los extranjeros. En los días de cielo despejado chocan contra los edificios, aturdidos como al chocar las aves contra el cristal. Tantean con las manos al frente para evitar estrellarse, imitando el caminar prudente de los ciegos. Cuando el turista permanece por varios días, comienza a entender y adoptar el vestuario local, evita el celeste, añil o cerúleo, cubre la piel y utiliza ungüentos protectores contra el reflejo del sol, para no quemarse. El efecto de Asalia en el visitante es abrumador al principio, algunos se enferman de migrañas por la ilusión del cielo interminable y el exceso de luz, generalmente hacen sus compras y continúan su camino. Las mentes foráneas que se adaptan a la muralla de espejo pagan un precio justo, pues los atardeceres en Asalia no tienen comparación, ni las arenas del desierto de Melina, ni los ríos de cama de mármol en Efra brillan con tantos colores. Asalia se convierte en una ciudad invisible, en un atardecer donde el sol parece ocultarse por todos los puntos cardinales y aquí y allá, en medio de las nubes se ve un rostro en una ventana, una puerta hacia la nada, un balcón en medio del cielo lleno de baratijas y juguetes para atraer a los turistas.

*De un sueño que tuve, en el que me sentí viajando por Las Ciudades Invisibles de Italo Calvino.

viernes, 30 de diciembre de 2011

Viernes de trapecistas in love


No soy una persona que sueña. Algo no funciona bien con mi cerebro y soñar es una ocasión escasa, a veces producto de una comida abundante o de algún cambio de rutina. Hace un año intenté practicar Yoga y las noches después de sesión siempre tenía sueños largos, coherentes, llenos de imágenes, diálogos y una línea narrativa interesante. A veces después de hacer ejercicio en la noche o de comer carne roja, vuelvo a soñar, pero siempre se esfuman todas las imágenes al abrir los ojos y solo permanece un dejavú extraño, como los morteros para mezclar hierbas mantienen siempre un aroma fantasma.
Soñar para mí es un privilegio escaso. Anoche fue una de esas contadas ocasiones en las que soñé como sueñan los otros de mi especie y logré almacenar un poco de recuerdos de lo que se dibujó mientras dormía.

Soñé con una pareja de trapecistas de circo.
Las imágenes son borrosas, recuerdo el vértigo de sus saltos, los giros en el aire, recuerdo los ensayos y las caídas. Recuerdo que el Maestro de Ceremonias -el patrón- miraba con aire severo cada vez que una pirueta no salía como debía. Yo era ambos trapecistas a la vez y los dos nos sentíamos envueltos en una completa tristeza.

Al parecer la trapecista, una chica de menos de 20 años, raptada de algún lugar pobre y frío de la antigua Unión Soviética, estaba casada con el Maestro de Ceremonias (o de alguna forma más trágica todavía, le pertenecía a él) y ella realmente estaba perdidamente enamorada de su compañero trapecista.
Ambos estábamos enamorados y -oh, sorpresa!- era un amor imposible.
La vida circense parece una imagen de romanticismo surrealista, de poesía freak, pero detrás de las carpas realmente solo imagino olor a excremento de animales desnutridos, disciplinas tediosas, personajes mezquinos, oportunismo, esclavitud, maquillaje vencido, ebriedad constante, risas baratas que duran poco. Al menos así parecía la vida en este circo.

Al parecer, Yo-ambos queríamos huir de todo esto. Ambos trapecistas llegamos a un punto de total desesperanza, fantaseábamos (más Yo-ella que Yo-él) con arrojarnos sin malla de seguridad y dejar que las manos se resbalaran de las barras y caer simplemente en medio de una función de periferia urbana, con un público mediocre de gente pobre y con poco interés en dejarse sorprender.
Creo que el guionista de esta historia en mi cabeza, alguien más optimista que yo, no fue capaz de permitirnos un final tan triste.

La función era de media tarde, hacía un día luminoso y la gran carpa se abría hasta la mitad del techo. Yo-él me lanzo primero, me balanceo y tomo impulso, cuelgo mis piernas de la barra y mis brazos están libres para recibirla. Yo-ella tomo impulso y me lanzo, me balanceo, logro tomar un ritmo y nos encontramos en el centro de la carpa.
Me atrapo, Yo-él atrapa a Yo-ella y en el breve instante en el que nos balanceamos Yo-ambos, surge una idea. El trapecista toma todo el impulso posible, espera el momento de máxima tensión de los cables y suelta a la trapecista en dirección hacia la gran abertura de la carpa. Ella gira en el aire y en medio de su pirueta, se convierte en un pájaro y en vez de caer sobre el público se aleja por un cielo lleno de luz. Mientras esto sucede, el trapecista se devuelve en su barra, vuelve a tomar impulso, espera la tensión máxima de los cables que lo sostienen y también se deja ir en una pirueta que lo va transformando en un ave mientras gira, aleteando con fuerza antes de llegar al suelo, se une a su compañera, Yo-ambos soy libre y al parecer, soy dos pájaros.

Tenía que escribirlo, no es una historia, es solo un sueño, pero por los dos trapecistas que fui una noche, tenía que escribirlo. Donde estén que sean felices, yo creo que son azulejos y que a veces todavía hacen piruetas por ahí.

domingo, 29 de mayo de 2011

Bella Muerte: De las piñatas o los ritos de violencia en la celebración humana

La mayoría de los miembros de mi generación, hijos de los ochentas y los noventas madrugados, reconocen en la piñata uno de los momentos clímax de la celebración infantil. Posiblemente las sorpresitas al final de la fiesta o la torta con helado lograban compararse fugazmente con la adrenalina del rito de la piñata, pero su profundidad en términos de análisis sociológico se distancia en abismos del belicoso instante del golpe y la lluvia de supremacía.

Si bien la cultura de superficies impuesta por los americanos ha sembrado en muchos la falsa idea de que la piñata nació en México, es digno de mencionar que sus creadores fueron los gobernantes míticos de las primeras dinastías chinas. El origen del rito tiene importancia, debido a que su motivación inicial era festejar el triunfo sobre poblaciones enemigas al derribar con espadas o garrotes una figura de barro, rellena de tesoros (similares ritos se cuentan en Grecia, cuando becerros eran asesinados y las vísceras y sangre bañaban las celebraciones en los templos deíficos). La figura representaba generalmente un animal mágico o símbolo espiritual del pueblo vencido y en su interior, pequeñas réplicas del ejército en batalla, de sus mujeres y niños, esperaban la inevitable golpiza, indefensos por su tamaño y su formación en barro y madera.

Es importante reconocer el fatal sino de la piñata desde su nacimiento. Sabe que se le crea en barro, que es cocida y pintada, que toma su identidad a medida que se moldea con mirada de serpiente o garras de tigre o gracia de garza, se reconoce, no sólo como piñata, sino como bella pieza de arte, que es pintada y adornada con papeles de colores y que guarda por dentro otras piezas de tamaño inferior pero belleza par. Los pequeños nativos del estómago de la piñata son concientes también, como lo son en nuestros organismos, las células de los huesos y la sangre que nos habita. Saben todos ellos, que inevitablemente, su belleza solo cobra sentido en la muerte, que la raza humana no es capaz de separarse de esta dualidad entre crear y destruir. Es tal vez por este destino de escape imposible que las piñatas recuerdan felices en su historia compartida, a la mal contada Ilíada homérica, donde una piñata gigante es capaz de destruir un pueblo entero antes de ser molida a palos. La historia humana guarda a Ulises como un héroe de astucias y nadie da crédito a ese caballo gigante, labrado para morir, que ejerció un poder solo soñado por piñatas de futuros más corrientes.

Hoy en día, las piñatas agradecen que los hombres se hayan vuelto sedentarios. La mentalidad Light de occidente contribuyó a la generalización de una buena muerte para las piñatas. Antes, la agonía podría prolongarse por largos minutos, mientras entre pequeños verdugos se rotaban un garrote para derribarla indefensa. Una piñata por lo menos, respetaba los asesinos más limpios, que de un solo golpe arrebataban la conciencia y estallaban las vísceras hermosas ahorrando más dolor a su víctima ritual. Pero hay infantes que golpean débilmente y las piñatas gritan en frecuencias inaudibles por sus tendones colgantes, por los desgarros y el barro fracturado.

Nuevas legislaciones permitieron la adición desde el nacimiento, de cordeles especiales para evitar estas agonías tan penosas para todos. Algunas incluso cuentan con la suerte, de recibir esta muerte tranquila, de descoserse por la panza, sin que se considere nunca la opción de la violencia. Pero estos casos son pocos, ya que la violencia es inherente a los hombres y desde niños se educan, no para odiar la piñata, pero para desearla con agresión instintiva. Tratados se han escrito en referencia a la motivación humana (véase el texto “Eros y Thanatos: las sorpresas psicológicas dentro de la piñata”). Sin embargo, nadie ha estudiado la psique de las víctimas. Nadie piensa en la profundidad de la piñata, ni la acarician, ni agradecen su existencia.

Este ritual, herencia de guerra, jamás desaparecerá por completo de nuestra cultura asesina, ni Amnistía Internacional, ni la Organización para el Trato Justo a las Piñatas, lograrán desestimar su valor en nuestras celebraciones infantiles. Pero tal vez el futuro cree de barro nuevos hombres, que miren una piñata a los ojos y con la conciencia de la historia y del destino conexo, puedan decirle: “perdón”.

lunes, 16 de mayo de 2011

Testamento

Mientras me lavaba los dientes, para terminar de vestirme e irme al trabajo, observé como en tu propio ritual matutino, te afeitabas la barba parchada. Te cortaste bajo el mentón y como si no te importara, porque pasa muy a menudo, seguiste con el resto del cuello, la mejilla, el espacio bajo la nariz y sobre la boca. Esa pequeña heridita, comenzó a llenarse de sangre y mientras tú la ignorabas, pensé que pasaría si esa herida lograra matarte. Si ese chorrito de sangre ignorado, siguiera corriendo en el día, desangrándote de a pocos, si tal vez se abriera más, al mover tu cuello para ver a ambos lados antes de cruzar la calle. Si fuera tan grande, que por ahí se escaparan algunos órganos y huesos, sin que lo notaras. Si todo esto pasara y te desangraras en el parqueadero o en el lobby de la oficina y nadie se acercara y te dijera “disculpe señor, se le asoma una arteria por esa herida del cuello” o te pidiera la señora de los tintos que por favor recogieras toda esa sangre del piso, que acaban de pasar la trapeadora, si pasara esto y fuera tu muerte, que sería de mi?

Si solo al último instante notaras que mueres, alcanzaras a llamarme y yo lograra tomar los dos buses que me llevan a tu oficina, porque tu los miércoles te llevas el carro y a mí me gusta más caminar que manejar, si corriera para llegar hasta ti en tu oficina del cuarto piso, que te diría? Te miraría y te daría un último beso, antes de que se te salga la boca y la lengua también por la herida en el cuello y te diría que me firmaras un testamento que redactaría brevemente en las hojas manchadas de sangre que llevas en el portafolio y escribiría que me cedes a mi total custodia de nuestro perro y del carro y del apartamento y de los cuadros aquellos con grabados de ballenas y de la chaqueta de cuero que a tu hermano le encanta pero que quiero para mi.
También pediría que me cedieras derechos de autor sobre tus sueños, para contarlos como míos en fiestas con amigos, para realizarlos y visitar algún día la torre Eiffel y besar a alguien, para renunciar un día a mi trabajo y dedicarme a reparar motos viejas y para decir que soñé con un pájaro que volaba alto y me hablaba de acciones en la bolsa y luego yo lo invitaba a un café y hacíamos el amor. Incluiría en ese testamento improvisado un párrafo dando gracias a tus padres y a los amigos cercanos y a tu jefe por ser tan decente de no despedirte al desangrarte tu en el lobby de la oficina y perder varias horas de trabajo. Después anotaría los detalles de tu funeral, que debería sonar David Bowie y no alguna canción de música clásica aburridora, diría ese documento que después de que termine este largo proceso de desangrarte por una heridita en el cuello, tengo yo derecho a conservar tu corazón.

Ya se, te parecería extraño y objetarías y yo diría: Si me das tu corazón le haré un altarcito en nuestro apartamento y le pondré flores y papelitos con pedazos de canciones y escribiría los links de los videos en internet para que los encuentres donde estás, si es que tienes internet y limpiaría tu corazón a diario, para evitar que se empolvara como lo hacen las vírgenes en los altares de las calles de barrio y mantendría florecitas, pero artificiales porque me da mucha pereza comprar flores frescas a diario y no dejaría que el perro mordiera tu corazón, ni siquiera dejaría que lo oliera, con esa fascinación que tienen los perros por todo lo que huele feo. Y tendría ese corazón ahí para mostrárselo a las visitas cuando vengan y como una vieja loca, lo incluiría en conversaciones con terceros “cierto que esa película de los elefantes nos gustó, cierto corazón?” y en las noches me sentaría junto a tu corazón y le diría como estuvo mi día, me sentaría contra el muro junto al altarcito a comer algo en la noche y contarle lo que pensé y lo que vi gracioso en televisión y los zapatos que quiero comprarme. Y seguiríamos así mientras tu corazón lentamente se pudre y deshace y yo me iría deshaciendo también, porque tu corazón jamás podría responderme, no podría ni latir en aprobación o para mostrar que ríe de mis observaciones astutas. Y yo cuidaría ese corazón, hasta que se volviera pequeño y negro, aunque cuando te dijera que quiero que firmes un testamento cediéndome tu corazón, tú te rieras y te pareciera estúpido pero igual firmaras. Y ese testamento diría que nadie puede quitarme ese corazón y que soy la única dueña y que solo yo podré cuidarlo.

Haría todo eso, si por esa cortadita te desangraras y murieras. Pero aún hay tiempo, te veo mientras te afeitas y antes de que termines, busco un papelito y con babas lo aplico con precisión de cirujano sobre la cortada roja en tu cuello y veo como se frenan la sangre y mis pesadillas de altares de corazones y testamentos de sueños. Y te abrazo y te digo que tu corazón está a salvo conmigo.

viernes, 18 de marzo de 2011

Tumor


Parece como si existiera en el cerebro una región totalmente específica que podría denominarse "memoria poética" y que registrara aquello que nos ha conmovido, encantado, que ha hecho hermosa nuestra vida.* A Franz esta memoria poética le ha ocupado un mayor espacio del debido en el cerebro. Podría ser como un tumor que presiona los demás compartimentos cerebrales, necesarios para el correcto funcionamiento en sociedad. Aquel tumor poético incapacita a Franz para retener datos de importancia vital como el número de su tarjeta de identificación o el nombre de la señora que limpia su casa los lunes.

Franz realiza con dificultad los inventarios de la ferretería porque en su mente se proyectan una mujer y su hija, vistas a través de la ventana de su habitación, sentadas bajo el pálido sol temprano, la madre peinando a la rubia niña en su piyama, antes de alistarse para la escuela. Franz escribe la cantidad de cajitas de tornillos, de clavos, en su libreta de inventario, pero de vez en cuando entre los números se adivina el contorno de un rostro infantil o del peine enredado entre cabellos. 450 pernos, 16 cajas de tuercas, 3 cintas, 2 broches, 100 veces el peine y 1 trenza.

Franz tiene gran dificultad concentrándose en el trabajo. Un ebanista entra a preguntar por papeles de lija y Franz está embelesado recorriendo mentalmente la piel de una amante desnuda y sus bucles caídos sobre una almohada. El ebanista se irrita y el jefe se enfada, pero Franz no se preocupa porque quienes poseen un tumor poético alojado en el cerebro, son incapaces de preocuparse por ese tipo de cosas y se desvían en cambio a pensamientos de gatitos bebés que abren los ojos por vez primera.

Franz resulta ser para los miembros productivos de la comunidad, una máquina rota, una pieza suelta que no llegará nunca a funcionar. Pero Franz es querido por muchos, por los niños de la calle que roban fácilmente sus bolsillos mientras Franz dibuja quimeras en las nubes y también es de cierta manera querido por el barista del café, que siempre le lleva las cuentas a Franz y nunca se aprovecha de los paseos largos que se da su memoria.

Franz siempre sale del trabajo hacia el café Bon Chance a unas cuatro cuadras de la ferretería. Aunque de vez en cuando se desvía sin quererlo y termina detenido en un puente cercano, viendo a las parejas caminar abrazadas o llevado por los aromas, se queda horas frente a la ventana de alguna repostería, maravillado con el brillo dorado del pan que sale del horno.

En el café siempre lo sientan en una esquina de la barra, los meseros creen que tiene una enfermedad mental, así el barista siempre lo excuse como síntoma de la juventud. Le traen su café, a veces algo de comida y Franz sin notarlo siquiera, come, paga y se va.

Otros días permanece horas y habla con el barista o con el espejo o con la masa de personas que circulan en los cafés. Franz es de esas personas que nunca conversan con los demás, siempre se encuentran en un monólogo, hablando más consigo mismos y es uno quien interrumpe ocasionalmente con una pregunta que no tendrá respuesta. Tal vez al decir “Hola Franz, ¿qué tal este frío?” Franz solo capta alguna palabra inspiradora y comienza a hablar sobre luces del norte y sobre los ángeles de los niños en la primera nevada.

Si le hablas del trabajo, Franz se internará en una conversación con el mismo, sobre la maravilla de los piñones, de las tuercas, que hacen mover los juguetes cuando se les ha dado cuerda.

La chica de las gafas está sentada al lado de Franz tratando de no bostezar. Sus amigos hablan de las metas del comunismo y de cómo se debe incorporar un sentido de responsabilidad personal en las filas de los obreros. En el tedio de las discusiones políticas infructuosas, nota que Franz le habla al barista que limpia los vasos o a su propio reflejo en el espejo, sobre las hebras de los suéteres tejidos, de cómo podría perderse la vista siguiendo la ruta de cada hilo, que sube y envuelve y se pierde, entre sus hilos hermanos. Y luego, habla Franz, están las mismas tejedoras, capaces de producir de una fibra enrollada en un cono, una prenda que abriga no solo al cuerpo, sino al espíritu, cuando se porta por una instrucción maternal. A la chica de las gafas le parece mucho más interesante develar la secreta calidez de un suéter, que pensar en las metas de los nuevos comunistas y sin dejar de aparentar interés por sus amigos, escucha atentamente todo lo que dice Franz, quien ahora habla sobre los artistas que pasan hambre en la calle, pintando turistas y fachadas de edificios bañados en la luz de la hora mágica.

La chica de las gafas comenzará a asistir periódicamente a escuchar a Franz hacer filosofía de la espuma del chocolate caliente o de las palomas bullosas de las plazas.

El barista llega a su casa en la madrugada. A veces su mujer se despierta y le calienta algo de comida. Cuando eso sucede, le dice el barista que ha notado que son más cálidos los suéteres tejidos por las madres o que el pan recién horneado es el aroma más feliz del mundo. Y su mujer piensa que es un insensato, que está algo ebrio, pero que es muy dulce en el fondo. Y cuando se acuestan, ella y el se duermen pensando en el aroma del pan y en el amor enhebrado en los tejidos.

La chica de las gafas sale a comprar manzanas y si ve niños mendigando, compra más y les regala. El tendero le dice que son unos criminales. Tal vez, dice la chica de las gafas, pero cuando se comparten, las manzanas son más jugosas.

Y esa noche el tendero, el barista, su mujer, y la chica de las gafas pensarán en manzanas compartidas o la luz en los vitrales de las iglesias o en el chocolate caliente o en las lágrimas de los niños. Y un pequeño tumor poético comenzará a alojarse también en sus cerebros.

*Tomado de “La Insoportable Levedad del Ser” de Milan Kundera. Experimento de escritura, donde el fragmento robado de un texto ajeno es el primer paso hacia una nueva historia.

viernes, 11 de febrero de 2011

El nuevo Julio Verne

Era su primer viaje al extranjero y la primera temporada libre que había tenido en muchos años. Desde que viajó a visitar la costa con su hija y los nietos aun pequeños, no había abandonado la ciudad, y a duras penas había salido de la zona de los suburbios, a hacer vueltas en el centro o visitar un amigo hospitalizado.

Hubiera querido viajar a muchas más ciudades, pero el presupuesto y las preocupaciones de su hija sobre lo avanzado de su edad y sobre el tiempo que estaría lejos, limitaron su travesía a los destinos meritorios de conocer antes de partir a la tumba.

Las ciudades incluidas fueron seleccionadas en virtud de su importancia histórica y de su relación directa con la literatura quijotesca que leía desde pequeño. En ellas nacían y morían los héroes y los mártires. En ellas se descubrían secretos místicos sobre el mundo y sus dioses y también tesoros invaluables. En ellas se encendía la llama de la violencia y nacían leyendas de guerreros y tácticas de batallas gloriosas.

Egipto guardaba para él imágenes de traiciones faraónicas, sensuales mujeres de ojos oscuros, venenos y sacrificios a la orilla del Nilo. Llevaba sus libros sobre momias malditas y escarabajos de oro bajo el brazo mientras recorrían el desierto en el grupo de turistas. En las pirámides de Guiza y el museo del Barco Solar tomó fotografías de cada detalle, ignorando que estaban todas fuera de foco o subexpuestas.

Cuando volvió esa noche al hotel, exhausto y cubierto de arena, se sintió envuelto en la misteriosa energía de los egipcios. Mientras se desvestía notó que hacía falta su reloj de bolsillo. Pudo caerse en el transporte al hotel pero era más probable, y mucho más emocionante, pensar que lo había abandonado en el museo, o quizás en el acceso a las pirámides.

Su mente anciana, viciada por tantos libros de aventuras, creyó posible que su accidental abandono de un simple reloj de bolsillo podría ser tan desastroso y monumental como los animales exóticos que ingresan a ecosistemas nuevos y los desmoronan por completo.

Su imaginación corrió bajo la influencia de la obra de Verne, y comenzó a pensar que si nadie encontraba aquel reloj en el museo, que si se escurría entre la arena y las grietas en el suelo, podría permanecer por cientos de años, sepultado bajo los pies de los turistas y fundirse entre la historia del país mágico de Egipto.

Tal vez incluso superara el tiempo de vida de la sociedad vigente. Como los mayas y los atlantes habían dejado este mundo sin rastro, podría suceder lo mismo con la civilización actual, podría desvanecerse el mundo que conocemos, por la guerra, por alguna enfermedad, por el juicio apocalíptico. Y como lo hubiera pensado el mismo Verne, vendrían otros hombres, más blandos de mente, como son siempre los primeros hombres, pero con la misma sed de conocer, de descubrir las huellas de su origen y la misma imaginación mágica que ahora excitaba la mente de un anciano cansado con arena entre las arrugas.

Tal vez esos hombres nuevos encontrarían temerosos las pirámides abandonadas y bajo las piedras y la arena, su reloj de bolsillo desgastado y opaco. Y ¿qué pasaría si pensaran que las mismas manos que labraron esas tumbas de geometría perfecta, los sarcófagos engastados con joyas y los muros cubiertos de imágenes indescifrables, habían diseñado el mecanismo diminuto, las manecillas pulidas y los arabescos grabados en la tapa de oro de aquel reloj?

Sería sin duda una equivocación catastrófica. Sufrirían esos hombres nuevos bajo la falsa idea de que una civilización capaz de construcciones astronómicas y matemáticas, una civilización con un complejo sistema deífico y una detallada estructura de ritos fúnebres, una civilización que además cuenta con la mano de obra capaz de crear un objeto mecánico y eléctrico tan increíble como un reloj de bolsillo, pudiera extinguirse y dejarlos a merced de su propia nueva inteligencia. Esos nuevos hombres sentirían un profundo desasosiego por la pérdida de los egipcios y más aun, al encontrar un artefacto sin par en medio de reliquias ceremoniales en un museo del desierto. Los nuevos hombres tendrían sin duda sus propios arqueólogos, que con un proceso rudimentario, encontrarían un método científico para descifrar la importancia de los elementos hallados en esas ruinas. Sin duda aquel reloj brillaría por su diferencia entre todos los elementos ceremoniales, preservados en el museo, entre las coronas faraónicas y los brazaletes serpentinos. Probablemente, los nuevos arqueólogos lo catalogarían como un importante tesoro, como un objeto ceremonial sin par. Para los arqueólogos, viejos o nuevos, cualquier vasija, cualquier copa o joya encontrada es un “objeto ceremonial”, pensó con antipatía el anciano. Y más si es un objeto completamente opuesto en estética y mecanismo a los demás encontrados. Ese reloj, sería por siempre, o mientras durara el ciclo vital de aquellos nuevos hombres, la pieza misteriosa que no sabrían entender.

Textos se escribirían, científicos y literarios, especulando sobre las funciones de aquel artefacto en los templos egipcios. Inventarían con el tiempo, sus propios mecanismos y los compararían en técnica con aquel objeto incomprensible. Llevarían sus propios sistemas de medir el tiempo y entonces ese reloj, sería más misterioso aun. La nueva ciencia ficción, imaginaría un viajero del tiempo o de otro planeta, entregando aquel objeto misterioso a los egipcios, para cambiar el curso de su historia, como un objeto de navegación interdimensional o una brújula galáctica. Probablemente el nuevo Julio Verne, y en este momento pensaba el anciano, en la suerte que tendrían los nuevos hombres, de tener su propio Julio Verne, especularía con asombrosa certeza sobre el reloj, alegando que aquel podría ser simplemente un objeto portado por un extranjero de otra civilización diferente a la creadora de la esfinge y las pirámides. Aquel podría ser en efecto, un exótico medidor del tiempo, venido de una tierra aun no descubierta por los nuevos hombres, y más que especular sobre el objeto mismo, Verne podría escribir sobre la procedencia del portador.

En un hotel en el Cairo, un anciano se dormía, en medio del feliz pensamiento de que algún nuevo Julio Verne lo imaginaría a él, recorriendo esas tierras, como un intrépido aventurero, o un diplomático visitando al faraón, como la pieza sin resolver de la nueva historia del mundo…

A esa misma hora, un hombre de mantenimiento del Museo del Barco Solar, se guardaba en el uniforme un reloj de bolsillo e imaginaba cuanto podría cobrar por el sí lo vendiera en la calle.